viernes, 19 de septiembre de 2008

La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Richard Sennet.

Capítulo 6 del libro de Richard Sennet: LA CORROSION DEL CARÁCTER. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo

6. LA ÉTICA DEL TRABAJO

«Toda arte», afirma Oscar Wilde en el prefacio a El retrato de Dorian Gray, «es a la vez superficie y símbolo. Los que se internan bajo la superficie lo hacen por su cuenta y riesgo.>> Las superficialidades de la sociedad moderna son más degradantes que las su-perficies y las máscaras del arte. Los vecinos de Rico no se internaron con él demasiado hondo. Los panaderos trabajan con máquinas de fácil manejo que les dan una compren-sión superficial de su trabajo. Rose se fue a trabajar en una empresa de Park Avenue donde el énfasis de la juventud y el buen aspecto -las más fugaces, ¡ay!, de todas las cualidades humanas- significaba que su experiencia acumulada de la vida tenía poco valor.

Una razón para esta superficialidad degradante es la desorganización del tiempo. La flecha del tiempo se rompe; no tiene una trayectoria en una economía política constan-temente reconvertida, que odia la rutina y programa a corto plazo. La gente siente la fal-ta de relaciones humanas sostenidas y propósitos duraderos. La gente que he descrito hasta aquí ha tratado de encontrar la profundidad del tiempo debajo de la superficie, aunque sea registrando el malestar y la ansiedad por el presente.

La ética del trabajo es la palestra en la cual la profundidad de la experiencia se ve más desafiada hoy día. La ética del trabajo, tal como la entendemos corrientemente, reafirma el uso autodisciplinado del tiempo y el valor de la gratificación postergada. Esta disciplina del tiempo fue lo que dio forma a la vida de Enrico y a la de los obreros del automóvil en Willow Run y de los panaderos griegos de Boston. Trabajar duro y esperar, ésta fue su experiencia psicológica de la profundidad. Una ética del trabajo como ésta depende en parte de unas instituciones lo suficientemente estables para que una persona pueda practicar la postergación. Sin embargo, la gratificación postergada pierde su valor en un régimen con instituciones rápidamente cambiantes; se vuelve absurdo trabajar largo y duro para un empleador que sólo piensa en liquidar el negocio y mudarse.

Sería un sentimentalismo taciturno lamentar la decadencia del trabajo esforzado y de la autodisciplina, por no hablar de la buena preparación y el respeto de los mayores y todas las otras alegrías de los viejos tiempos. El serio asunto de la antigua ética del tra-bajo pone pesadas cargas al trabajo en sí. La gente quería buscar lo que valía en el tra-bajo; en la forma de «ascetismo mundanal», como lo llamó Max Weber, la gratificación postergada podía convertirse en una práctica profundamente autodestructiva. Sin em-bargo, la alternativa moderna a la prolongada disciplina del tiempo no es un remedio real a esta autonegación.

La moderna ética del trabajo se centra en el trabajo de equipo. Celebra la sensibilidad de los demás; requiere «capacidades blandas», como ser un buen oyente y estar dispuesto a cooperar; sobre todo, el trabajo en equipo hace hincapié en la capacidad de adaptación del equipo a las circunstancias. Trabajo en equipo es la ética del trabajo que conviene a una economía política flexible. Pese a todo el aspaviento psicológico que hace la moderna gestión de empresas acerca del trabajo en equipo en fábricas y oficinas, es un ethos del trabajo que permanece en la superficie de la experiencia. El trabajo en equipo es la práctica en grupo de la superficialidad degradante.

La antigua ética del trabajo revelaba conceptos del carácter que aún cuentan, incluso si estas cualidades ya no encuentran una expresión en la vida laboral. La antigua ética se fundaba en el uso autodisciplinado del propio tiempo, con el acento puesto en una prácti-ca autoimpuesta y voluntaria más que en una sumisión meramente pasiva a los horarios y a la rutina. En la antigüedad, esta disciplina autoimpuesta se consideraba la única ma-nera de manejar el caos de la naturaleza; era algo necesario que se pedía a los agricultores todos los días. Aquí está el consejo que les da Hesíodo en Los trabajos y los días:

No dejes para mañana o para pasado mañana; los graneros no los llenan aquellos que posponen y pierden el tiempo sin saber adónde van. El trabajo prospera poniendo cuida-do; el que pospone se enfrenta a la ruina.

La naturaleza es incierta, indiferente; el mundo del agricultor es duro. «De día, los hombres nunca descansan del esfuerzo y la congoja», afirma Hesíodo, «y de noche no descansan de la muerte.»

No obstante, en el mundo de Hesíodo, esa disciplina autoimpuesta en el uso del tiem-po parecía más una necesidad que una virtud humana. La mayoría de los agricultores de los tiempos de Hesíodo eran esclavos más que pequeños propietarios rurales libres; esclavo u hombre libre, la lucha del campesino con la naturaleza parecía menos importante que las batallas militares de los hombres de la ciudad. Más tarde, Tucídides señala con cierta indiferencia cómo espartanos y atenienses por igual arrasaban los campos sem-brados de sus enemigos, como si el trabajo de los campesinos no tuviera derecho moral a salvarse.

En el curso del tiempo, la estatura moral del campesino se eleva. La necesidad del trabajo duro se vuelve una virtud. Virgilio, casi quinientos años después de Hesíodo, aún invoca en la primera de sus Geórgicas la anarquía de la naturaleza:

Con frecuencia he visto, cuando un amo ha metido segadores en los campos y ya están atando en gravillas la cebada de frágil tallo, que los vientos todos a una se enzarzan en tal lucha que llegan a arrancar de cuajo las grávidas mieses, aventándolas por los aires, de forma que el huracán se las lleva en negro remolino, como si fueran cánulas livianas y pajas voladoras.

Virgilio, como Hesíodo, entiende que lo único que puede hacer un campesino a la vista de este torbellino es tratar de administrar su uso del tiempo; pero por su misma deter-minación de durar, el campesino se ha vuelto una especie de héroe.

Aquí reside el sentido del famoso pasaje del segundo libro de las Geórgicas, en el cual Virgilio describe a los soldados lanzados a «una dudosa batalla»; el campesino se man-tiene apartado de sus luchas, y de aquellas del «Estado romano y los imperios condena-dos a perecer». El campesino sabe que no hay victorias decisivas sobre la naturaleza: la victoria es una ilusión. Para Virgilio, el valor moral de la agricultura es el que enseña la resolución permanente, al margen de los resultados. Y en las Geórgicas, Virgilio da al adagio de Hesíodo -«El que pospone se enfrenta a la ruina»- un nuevo significado. El «campesino» que todos llevamos dentro lucha contra la capacidad de arruinarse a sí mismo. Las Geórgicas trasladan la anarquía de la naturaleza a una visión de anarquía interior, psíquica; contra estas batallas interiores la única defensa del individuo es organizar bien su tiempo.

Cuando la noción de autodisciplina apareció por primera vez, contenía una fuerte dosis de estoicismo, no filosófico, sino una especie de estoicismo práctico que afirmaba la constante necesidad de combatir la anarquía interior sin esperanzas de victoria. Al pasar a las creencias cristianas tempranas, este estoicismo práctico dio forma a las primeras doctrinas de la Iglesia sobre la pereza: la pereza menos como un estado de placer sibarítico que como descomposición interna del ser. Durante casi mil años, desde la des-cripción de la pereza que hace san Agustín en sus Confesiones hasta el primer Renaci-miento, este estoicismo práctico mantuvo con fuerza su influencia ética. La programación del tiempo, como el repique de campanas, podía ayudar a hombres y mujeres a organi-zar sus días, pero no infundirles el deseo de autodisciplina: ese deseo sólo podía generar-lo una aprensión más honda al caos dominante interno y externo.

A principios del Renacimiento algo le ocurrió a este estoicismo práctico tan arraigado. No fue directamente desafiado como valor ético, pero sí afectado, sin embargo, por una nueva apreciación de los seres humanos como criaturas históricas, criaturas que no sólo duran año tras año, sino que también evolucionan. El estoicismo inquebrantable del campesino no era suficiente para el hombre histórico; las condiciones de la disciplina tendrían que adaptarse a un yo en flujo constante. Pero ¿cómo?

Éste era el dilema al que se enfrentó el filósofo florentino Pico della Mirandola en su Discurso sobre la dignidad del hombre. Pico es la primera voz moderna de homo faber, es decir, «el hombre como hacedor de sí mismo». Pico afirmó que el hombre es «un ani-mal de naturaleza diversa, multiforme y destructible». En esta condición flexible, «es propio del [hombre] tener aquello que escoge y ser lo que quiere». Más que mantener el mundo como lo ha heredado, tenemos que darle nueva forma; nuestra dignidad depende de que así lo hagamos. Pico afirma que es «innoble ... no dar nacimiento a nada desde nosotros». Nuestro trabajo en el mundo es crear, y la mayor creación es nuestra propia historia. La virtud de imponer una forma a la experiencia sigue siendo una manera fundamental de definir a alguien que posee un carácter fuerte.

Sin embargo, el homo faber tropezó con el dogma tradicional cristiano. San Agustín advirtió: «Quita las manos de tí mismo; tratas de construirte y construyes una ruina.» Un cristiano que obedeciera a san Agustín debería intentar imitar la vida y el ejemplo de Jesús. Así, el obispo Tyndale aconsejaba a un feligrés que se sintiera «cambiado y formado como un Cristo». Cualquier creación puramente personal será necesariamente inferior. Es una virtud someter el tiempo personal a una disciplina, pero pecado de soberbia plani-ficar la propia experiencia.

Pico no fue sordo a estas convicciones. Él también creía que la conducta cristiana re-quiere autodisciplina y la imitación de vidas ejemplares. Sin embargo, y en contra de es-ta convicción, su concepción del tiempo histórico está formada por modelos literarios del viaje espiritual; Pico invoca a Ulises, el marino, cuyos viajes creaban su propia historia interna aunque el marino nunca dude de su meta última. El cristiano que hay en Pico está seguro de su destino final, pero él también quiere hacerse a la mar. Pico della Mirandola es uno de los primeros filósofos renacentistas que celebran los riesgos psíquicos a sabiendas de que el mar interior, como los océanos que exploraban los navegantes de su época, es territorio desconocido.

Estas dos líneas éticas contrarias, la autodisciplina y la creación de sí mismo, aparecen juntas en el ensayo más célebre sobre la ética del trabajo: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber. Weber quiso mostrar su combinación, más que su contradicción, analizando los albores del capitalismo moderno. Sin duda Weber creía que la antigua exhortación de Hesíodo al campesino -«No pospongas»- se invertía en el capitalismo para volverse «Debes posponer». Lo que se debe posponer es el deseo de gratificación y realización; tenemos que moldear la biografía de modo que al final logremos al-go; entonces, y sólo entonces, en ese tiempo futuro, estaremos realizados. En el presen-te hay que seguir actuando como el campesino de Virgilio, combatiendo la pereza y la fuerzas del caos interior mediante un rígido y tenaz prorrateo del tiempo. Para ser fran-cos, Weber creía que esta ética del trabajo era un fraude. La postergación es infinita, el sacrificio no conoce tregua; la recompensa prometida no llega nunca.

Esta visión del tiempo de trabajo sirve a Weber para criticar las modernas ideas sobre el carácter, específicamente la creencia en el hombre como su propio hacedor. La versión del ensayo de Weber que con mayor frecuencia se da en las escuelas es más o menos la siguiente. El protestante del siglo XVII intentaba demostrar su dignidad a ojos de Dios disciplinándose, pero a diferencia del penitente católico que se recluye en un monasterio, el protestante demostrará su dignidad anulándose en el presente, acumulando pequeñas prendas de virtud mediante el sacrificio diario. Esta abnegación se convertirá luego en el «ascetismo mundano» del capitalismo del siglo XVIII, con el acento puesto en ahorrar más que en gastar y su «rutinización» de la actividad cotidiana, su miedo al placer. Ese breve pasaje consigue vaciar el texto de Weber de su grandeza trágica.

En opinión de Weber, el cristianismo es una fe distintiva porque sumerge a hombres y mujeres en una duda profundamente dolorosa al pedirles que se pregunten a sí mismos: «¿Soy un ser humano digno?» La caída y sus consecuencias parecen responder a esa pregunta de un modo decisivo: «No lo soy.» Pero no hay religión que pueda imponer una visión absoluta de la indignidad humana; sería una receta para el suicidio. Antes del ad-venimiento del protestantismo, el catolicismo había intentado tranquilizar a la imperfecta humanidad aconsejándole que se rindiera a las instituciones de la Iglesia, a sus rituales y a los poderes mágicos de sus sacerdotes. El protestantismo buscó un remedio más individual a esa duda.

Es extraño, pero Martín Lutero, que habría debido ser la figura ejemplar para Weber, no lo fue. En las «Noventa y cinco tesis», el pastor rebelde oponía a los consuelos del ritual una experiencia más desnuda de la fe; la fe no podía venir, según Lutero, por oler incienso o rezar ante estatuas y cuadros. Los ataques a los iconos han tenido una larga historia en las religiones, como en el Islam y el judaísmo, pero Lutero se distinguió por sostener que el hombre o la mujer que renunciaban a la idolatría tenían que hacer frente a las cuestiones de la fe solos y sin ayuda, más que como miembros de una comunidad. La suya es una teología del individuo.

El individuo protestante tiene que modelar su historia de modo que dé como resultado un todo valioso y con sentido. El individuo se vuelve éticamente responsable de su tiem-po vivido, particular; el viajero de Pico ha de juzgarse moralmente por la narración del modo como ha vivido: hasta los detalles de cuánto tiempo de sueño se ha permitido uno y cómo se le ha enseñado a hablar a los hijos. Muy poco es lo que podemos controlar de lo que ocurre en la historia de nuestra vida, pero Lutero insiste en que debemos asumir la responsabilidad por su conjunto. En La ética protestante, Weber se concentra en un aspecto de la doctrina protestante que hacía imposible asumir la responsabilidad de la propia historia personal. Lutero había afirmado que «nadie está seguro de la integridad de su propia contrición».El cristiano vive en la duda total sobre si será capaz de justificar la historia de su vida. En la teología protestante, esta duda absoluta se transmite por la doctrina teológica de la predestinación, aparentemente misteriosa. Calvino afirma en la Institución que sólo Dios sabe si un alma se salvará o será condenada tras la muerte; no podemos abusar de la Divina Providencia. Destrozado por el peso del pecado, el ser humano vive en un estado de constante inseguridad, sin saber si la vida conducirá a una eternidad de espantosos tormentos. Ésta es la cruz de la humanidad protestante: tenemos que ganarnos nuestra posición moral y, sin embargo, nunca podemos presumir con confianza de ser buenos y ni siquiera de haber hecho lo que es bueno; lo único que es posible decir es: «Me esfuerzo por hacerlo bien.» El Dios de Calvino responde: «Esfuérzate más. Nada es suficientemente bueno.»

Otra vez más, esto corre el riesgo de ser una invitación al suicidio. Al protestante, en lugar de un balsámico ritual se le ofreció una medicina más dura: el trabajo esforzado y constante orientado hacia el futuro. Organizar la historia de la vida personal a través de un trabajo así podría servir como una lucecita en la oscuridad, una señal de que hemos sido elegidos y de que nos salvaremos del infierno. A diferencia de las buenas obras de los católicos, el trabajo duro no podía servirle al protestante para ganarse un favor ma-yor del Creador; el trabajo sólo ofrece señales de intenciones dignas a un juez divino que ya ha decidido cada caso de antemano.

Éste es el terror que acecha detrás del concepto abstracto de «ascetismo mundano». En opinión de Weber, fue así como pasó del protestantismo al capitalismo la disposición a ahorrar más que a gastar como un acto de autodisciplina y sacrificio. Este mismo paso dio lugar a un nuevo tipo caracterológico: el hombre empeñado en probar su valor moral por el trabajo.

Weber invocó un ícono americano como ejemplo temprano de este carácter. Benjamin Franklin, el ingenioso y mundano diplomático, inventor, estadista, parece en las páginas de Weber temeroso del placer y obsesionado con el trabajo, pese a su afable aspecto exterior. Franklin calculaba cada momento del tiempo como si fuera dinero, se negaba constantemente una cerveza o una pipa para ahorrar, y cada penique que ahorraba era, en su mente, una pequeña muestra de virtud. Sin embargo, la duda en el yo persiste por más diligencia que una mujer o un hombre ponga en la ética del trabajo. Franklin arrastra ese miedo persistente a no ser lo bastante bueno tal como es, y ni un solo logro le parece jamás suficiente; no hay consumación en su idea de las cosas.

Este hombre no se corresponde con las viejas imágenes católicas de los vicios de la ri-queza, como la gula o la lujuria; es intensamente competitivo pero no puede disfrutar de lo que gana. La historia de su vida se vuelve una interminable búsqueda de autoestima y de reconocimiento de los demás. Incluso si los otros lo elogian por su ascetismo, le dará miedo aceptar el elogio, porque significaría aceptarse a sí mismo. Todo en el presente es tratado como un medio instrumental para un destino final; ahora mismo nada importa por sí mismo. Ésta es la transformación que en la sociedad secular experimentó la teología del individuo.

Como historia económica, La ética protestante y el espíritu del capitalismo está plaga-da de errores. Como análisis económico, extrañamente omite toda consideración del con-sumo como fuerza motriz del capitalismo. Sin embargo, como crítica de cierto tipo de ca-rácter, tanto su propósito como su ejecución son coherentes. La ética del trabajo de este tipo de hombre no le parece a Max Weber una fuente de felicidad humana, y tampoco de fuerza psicológica. El hombre «exigido» está demasiado cargado por la importancia que ha llegado a atribuirle al trabajo. Michel Foucault nos dice que la disciplina es un acto de autopunición, y ciertamente parece serlo en esta interpretación de la ética del trabajo.

Me he extendido en esta perspectiva histórica con cierto detalle porque el uso discipli-nado del tiempo no es la simple y directa virtud que puede parecer a primera vista. Lucha obstinada y sin pausa en el mundo antiguo, un enigma para los creyentes renacentistas en el homo faber, fuente de autocastigo en la teología del individuo: sin duda, el debilitamiento de la ética del trabajo sería un logro para la civilización. No hay duda de que queremos exorcizar a las furias que acosan al hombre preso por sus exigencias.

No obstante, todo depende de cómo se alivie el peso sobre el yo trabajador. La formas modernas de trabajo en equipo son, en muchos aspectos, el polo opuesto de la ética del trabajo concebida por Max Weber. En cuanto ética de grupo como opuesta al individuo, el trabajo en equipo hace hincapié en la receptividad mutua más que en la validación personal. El tiempo de los equipos es flexible y orientado hacia tareas específicas a corto plazo más que al cálculo de décadas marcadas por la contención y la espera. Sin embargo, el trabajo en equipo nos introduce en ese dominio de la superficialidad degradante que se cierne sobre el moderno lugar de trabajo. De hecho, el trabajo en equipo sale del territorio de la tragedia para representar las relaciones humanas como una farsa.

Por ejemplo, el asunto del vodka. Durante el año que Rose pasó en Park Avenue, su empresa de publicidad hizo frente a un problema obviamente eterno. Puesto que este licor no tiene sabor, la tarea de marketing consiste en convencer a un comprador de que una marca es, no obstante, superior a otra. Lamento decir que Rose utilizó este misterio en beneficio propio cuando llevaba el Trout; llenaba botellas vacías de Stolichnaya rusa con un vodka barato fabricado en algún lugar de Canadá. «Hasta ahora nadie ha notado la diferencia», me confesó una vez con cierto orgullo.

Durante su año en la parte alta de la ciudad, una de las empresas distribuidoras de esta bebida propuso dedicar un montón de dinero a este dilema y organizó una especie de concurso entre agencias de publicidad para que encontraran una solución. Nuevas formas de botellas, nombres rusos imposibles de pronunciar, nuevos y raros sabores, incluso la forma de las cajas en que se vende el vodka, todo se puso sobre la mesa de discusión. En esta pequeña comedia, Rose tenía su propia solución, y sospecho que la lanzó con cierta ironía. Señaló que existían vodkas rusos con sabor a miel, y que estas marcas podían promocionarse como bebidas saludables.

Lo que para Rose hizo que esta comedia se volviera más seria fue que pronto la deja-ron fuera -es decir, fuera de la red de comunicaciones de sugestión mutua y rumores acerca de lo que estaban haciendo otras empresas y que animaban al equipo del vodka y a sus jugadores-. La moderna tecnología de la comunicación aceleró en cierto modo el proceso de colaboración, pero en la industria de los medios, al menos en Nueva York, el cara a cara es todavía el mejor medio de transmisión. Ella no formaba parte de ese juego de intrigas en fiestas, clubs y restaurantes fuera del despacho; su edad y su aspecto, como hemos visto, iban en su contra.

Sin embargo, más que todo esto, Rose importunaba con información acerca de lo que la gente bebe realmente en los bares, cosa que no pertenecía a la esfera de interés de los que estaban en el ajo. Por ejemplo, mencionó que el vodka es la bebida preferida de los alcohólicos secretos, pues creen que nadie puede oler que han estado bebiendo. Sus colegas reaccionaron como si ése fuera su conocimiento privado, que perturbaba sus propias discusiones. La información especializada a menudo tiende a atascar el sistema de comunicaciones. En un trabajo de equipo sobre algo no material, donde la gente trabaja junta en la creación de una imagen, el acto de comunicación es más importante que los hechos comunicados; para comunicarse, el campo de juego de la conversación tiene que estar abierto y accesible. Una vez que eso ocurre, darle forma y compartir los rumo-res comienza a ser la sustancia de la colaboración. Los cuchicheos entre competidores dan energía a las comunicaciones; los hechos desnudos debilitan las energías de intercambio. De hecho, el intercambio de información tiende a ser agotador; en la agencia de publicidad, el cuchicheo sobre el nombre ruso duró sólo hasta que fue totalmente transmitido a la red, y luego comenzó el cuchicheo sobre las cajas hexagonales para las botellas.

Lo más duro de este esfuerzo grupal fue que la agencia no consiguió el contrato. Rose esperaba que sobreviniera un período de reproches y culpas mutuas en el equipo, pues las consecuencias financieras para la agencia fueron serias. Además, me dijo que es-peraba que la gente sintiera «dolor» por la pérdida, con lo cual quiso decir que a estos ejecutivos de la publicidad realmente les importaba perder; pero como grupo tuvieron una reacción diferente, más autoprotectora. No hubo recriminaciones mutuas. Y tampoco la gente se esforzó por justificarse. No hubo tiempo. Al cabo de pocos días el grupo de las bebidas fuertes ya trabajaba en otro proyecto, y siguió adelante como equipo.

Un especialista en comportamiento de grupo se habría esperado esto. Los grupos tienden a seguir unidos manteniéndose en la superficie de las cosas; la superficialidad compartida mantiene unida a la gente gracias a la omisión de cuestiones personales difíciles, divisorias. En consecuencia, el trabajo en equipo podría parecer otro ejemplo de los vínculos de conformidad al grupo. Sin embargo, la ética de la comunicación y de compar-tir información da a la conformidad un giro particular: al poner el acento en lo flexible y en la apertura al cambio, hacía a sus miembros susceptibles a los más ligeros matices de los rumores o sugerencias de los otros en la red fiesta-oficina-almuerzo-club. Como he señalado, los que trabajan en publicidad en Nueva York no son conformistas corporativi-zados del tipo serio y acartonado. En la vieja cultura del trabajo, el conformista corpora-tivizado era un carácter demasiado previsible y responsable, era posible saber cada una de sus respuestas. En esta cultura flexible de la imagen y su información, la predecibili-dad y la responsabilidad son rasgos de carácter menos destacados; no hay nada sólido aquí, al igual que no hay una respuesta final al problema que plantea el vodka.

La máxima de Rose -«No dejes que nada se te pegue»- se aplica en este caso al líder del equipo de una manera particular. El líder del equipo dedicado a las bebidas alcohólicas había actuado durante toda la campaña del vodka como un igual más que como un jefe; en la jerga de la dirección de empresas su papel era «facilitar» una solución entre el grupo y «mediar» entre cliente y equipo. Era un gestor del proceso. Su trabajo, consistente en facilitar y mediar, puede, con savoir faire suficiente, separarse del resultado conseguido. La palabra «líder» se aplica con dificultad a este personaje en el sentido tradicional de autoridad. Tampoco facilitar y mediar son los actos de voluntad duros y decisivos que formaban el carácter de los pequeños propietarios rurales en su lucha con la naturaleza.

Lo que he descrito puede parecer poco merecedor del término «ética del trabajo». Y de hecho, para Rose fue un shock pasar a este medio empresarial. Cuando trabajaba en el Trout, Rose practicaba algo parecido a la anticuada ética del trabajo. Las tareas inmediatas de abastecer el bar y servir hamburguesas y tragos pudieron darle su pequeña satisfacción, pero ella también trabajaba para el futuro: acumular dinero suficiente para enviar a sus hijas a la universidad y construir un negocio lo bastante digno para retirarse tranquila con lo que pudiera obtener de la venta. La abnegación le parecía algo natural: hasta el momento, quizás equivocado, en que decidió que no podía esperar más, que podía hacer algo por su vida, que podía embarcarse en el viaje de Pico della Mirandola.

El ascetismo mundano de Weber, como hemos visto, es la realización de la teología del individuo luterana en un mundo secular. El individuo atrapado en las redes del ascetismo mundano lucha por controlarse. Más aún, el hombre movido por sus exigencias intenta justificarse. En la agencia de publicidad, Rose encontró una ética del trabajo distinta, apropiada a una empresa totalmente orientada hacia el presente, sus imágenes y sus superficies. En ese mundo, la ética del trabajo adquiría una forma diferente, aparente-mente más inclinada a la colaboración que individual, y, podríamos decir, más indulgente.

Sin embargo, esta ética no es tan benigna. La gente aún sigue jugando al poder en los equipos, pero al hacerse hincapié en las capacidades blandas de la comunicación, en la facilitación y la mediación, un aspecto del poder cambia radicalmente: la autoridad desa-parece, la autoridad del tipo que proclama segura de sí misma: «¡Ésta es la manera correcta!» «¡Obedéceme, porque sé de lo que estoy hablando!» La persona con poder no justifica sus órdenes; los poderosos sólo «facilitan», posibilitan un camino a los demás. Este poder sin autoridad desorienta a los empleados, que pueden seguir sintiendo la ne-cesidad de justificarse, si bien ahora no hay nadie «arriba» que responda. El Dios de Calvino ha huido. La desaparición de las figuras de la autoridad se da de maneras específi-cas y tangibles.

El trabajo en equipo adquirió una especie de sanción oficial en las prácticas america-nas de gestión de empresas en un estudio encargado por la secretaria de Estado de Tra-bajo, Elizabeth Dole. La SCANS (Secretary's Commission on Achieving Necessary Skills) presentó en 1991 su informe, en el que se analizaban las capacidades que la gente nece-sita en una economía flexible. Como cabría esperar, el informe da mucha importancia a las capacidades básicas (verbales y matemáticas), así como a la capacidad de manejar tecnología. Lo sorprendente es que Dole y sus colegas, no famosos precisamente por su sentimentalismo lacrimógeno, hicieron excesivo hincapié en escuchar bien, en enseñar a los demás y en el arte de la facilitación dentro de un equipo.

La imagen del equipo en el informe SCANS es un grupo de gente reunida para realizar una tarea concreta e inmediata más que para vivir juntos como en un pueblo. Los auto-res argumentan que un trabajador tiene que poner en tareas a corto plazo una capacidad instantánea de trabajar bien con un cambiante elenco de personajes, lo cual significa que las capacidades sociales que la gente trae al trabajo han de ser portátiles: escuchar bien y ayudar a los demás, al moverse de equipo en equipo, a medida que cambia el personal de los equipos -como moverse de una ventana a otra en una pantalla de ordenador-. Al buen jugador de este equipo también se le pide distancia, debería tener la capacidad de entablar relaciones estables y juzgar cómo pueden cambiarse, imaginarse la tarea entre manos más que zambullirse en largas historias de intrigas, traiciones pasadas y celos.

Las realidades del trabajo en equipo en el lugar de trabajo flexible están señaladas por las confusas metáforas del deporte que impregnan este informe: en las formas de trabajo flexibles, los jugadores hacen las reglas mientras juegan. El estudio SCANS pone el acento en el arte de escuchar, por ejemplo, porque los autores consideran que hablar las cosas es un acto libre y más apto para la improvisación que trabajar según unas normas escritas en un manual de procedimientos. Y el deporte de la oficina difiere de los otros deportes porque en el trabajo los jugadores no llevan los tantos de la misma manera. Sólo importa el partido que se está jugando. El estudio SCANS subraya que el rendimien-to anterior no es una guía para las recompensas presentes; en cada «partido» se empieza de cero, lo cual significa que en el moderno lugar de trabajo la antigüedad cuenta cada vez menos.

Los autores de este estudio y de otros similares son realistas: saben que la economía actual pone el acento en el rendimiento inmediato y a corto plazo, en los resultados finales. Sin embargo, los modernos directivos también saben que la competición individual «a vida o muerte» puede destrozar el rendimiento de un grupo. Así, en el moderno equi-po de trabajo surge la siguiente ficción: los empleados no compiten entre sí, y, lo que es aún más importante, la ficción de que empleados y jefes no son antagonistas; el jefe gestiona el proceso del grupo. Él o ella es un «guía», un «coordinador», la palabra más maliciosa del moderno léxico de la gestión de empresas; un líder, más que gobernarte, está de tu lado. El juego del poder se juega entre un equipo y otros equipos de otras empresas.

A continuación describiremos cómo el antropólogo Charles Darrah encontró a los trabajadores inducidos a esta ficción en la formación de «recursos humanos» de dos empre-sas fabricantes de alta tecnología. Su investigación rezuma deliciosas ironías que la realidad aporta a la teoría; por ejemplo, los trabajadores vietnamitas, que representaban cerca del 40% de la mano de obra en una empresa, «recelaban especialmente del concepto de equipo, que veían como equivalente de los grupos de trabajo en el régimen comunista». La formación en esas virtudes tan sociables como compartir información demostró ser cualquier cosa menos sencilla y benigna. Los trabajadores de más categoría tenían miedo de enseñar sus propias capacidades a los nuevos o a los de categoría inferior; si lo hacían, después los nuevos podrían reemplazarlos.

Los empleados aprendían las capacidades portátiles del trabajo en equipo a través del entrenamiento de cómo interpretar diversos roles de la empresa, de modo que cada tra-bajador supiera cómo comportarse en las diversas ventanas del trabajo. En uno de los sitios visitados por Darrah, «se recomendaba a los trabajadores que cada equipo actuara como una empresa distinta, y que los miembros se consideraran a sí mismos sus "vice-presidentes" ». A la mayoría de los trabajadores esta recomendación les sonaba algo rara, pues se sabía que la empresa trataba a los operarios vietnamitas con escaso respe-to, pero se consideraba que los nuevos empleados que jugaban este juego habían supe-rado airosos su formación en capacidades humanas. El tiempo dedicado a estas sesiones era breve: pocos días, a veces sólo unas horas. La brevedad refleja la realidad a la que los trabajadores tenían que hacer frente en el trabajo flexible, que requiere un estudio rápido de nuevas situaciones y nuevas personas. Por supuesto, el público son los directi-vos a los que el nuevo contratado trata de impresionar; el arte de fingir en el trabajo en equipo es comportarse como si uno estuviera dirigiéndose sólo a otros empleados, como si el jefe no estuviera realmente observando.

Cuando la socióloga Laurie Graham fue a trabajar en una cadena de montaje en la planta de Subaru-Isuzu, descubrió que «la metáfora del equipo se empleaba en todos los niveles de la compañía» y que el equipo de mayor rango era el Comité Operativo.

La analogía con el deporte desplegaba toda su fuerza, los «jefes de equipo», de acuerdo con un documento de la empresa, «son colegas altamente cualificados, como capitanes de un equipo de baloncesto». El concepto de equipo justificaba el trabajo flexible como una manera de desarrollar las capacidades individuales; la empresa afirmaba que «todos los miembros asociados recibirán formación en diversas funciones, y las ejecutarán. Esta formación aumenta su valor para el equipo y para (Subaru-Isuzu), así como su propio sentimiento de autoestima».Laurie Graham se encontró inmersa en una «cultura de cooperación mediante símbolos igualitarios».

El sociólogo Gideon Kunda denomina a este trabajo en equipo «interpretación profun-da», porque obliga a los individuos a manipular su aspecto y su comportamiento con los demás. «Qué interesante.» «Lo que te he oído decir es...» «¿Cómo podríamos hacerlo mejor?» Éstas son las máscaras del actor en el juego de la cooperación. Los jugadores de éxito en los grupos de formación de Darrah raramente se comportaban igual fuera del escenario que cuando los jefes estaban observándolos. De hecho, el sociólogo Robin Leidner ha explorado los guiones escritos que en la realidad se le entregan a los emplea-dos en las empresas de servicios; lo que estos guiones tienden a hacer es establecer la «cordialidad» del empleado más que dirigirse al fondo de la preocupación de un cliente. En un mundo laboral estilo torniquete, las máscaras de la cooperatividad están entre los únicos objetos personales que los trabajadores llevan con ellos de una tarea a otra, de una empresa a otra: ventanas de sociabilidad cuyo «hipertexto» es una sonrisa ganadora. Si esta formación en capacidades humanas es sólo un acto, es, también, una cuestión de mera supervivencia. Hablando sobre personas que no conseguían desarrollar rápida-mente estas máscaras, un supervisor le dijo a Darrah que «la mayoría terminará en una gasolinera». Y, dentro del equipo, las ficciones que niegan la lucha individual por el po-der o el conflicto mutuo sirven para reforzar la posición de los que están arriba.

Laurie Graham encontró a la gente oprimida de un modo particular por la misma su-perficialidad de las ficciones del trabajo en equipo. La presión de otros colegas de su equipo de trabajo ocupaba el lugar del jefe que azuzaba con el látigo para que los coches avanzasen lo más rápido posible en la cadena de montaje; la ficción de empleados cooperando en equipo servía a la incesante pulsión de la empresa a una productividad cada vez mayor. Tras un período de entusiasmo inicial, un colega le dijo: «Pensaba que este lugar sería diferente con su concepto de equipo y todas esas bonitas palabras, pero la dirección sólo está tratando de que la gente trabaje hasta reventar.» Los diversos grupos de trabajo tenían la responsabilidad colectiva por el esfuerzo de cada uno de sus miem-bros, y los equipos se criticaban mutuamente. Un trabajador entrevistado por Graham dijo que se le había acercado un «jefe de grupo y le había dado una breve clase sobre cómo... trabajamos mejor en equipo: "Captando el error de otro y haciéndoselo saber antes de que llegue al final de la cadena de montaje"». Los trabajadores se consideraban mutuamente responsables; eran obligados a hacerlo en las reuniones en que se practicaba algo parecido a la terapia de grupo, una terapia orientada al balance final. Pero la recompensa para el individuo es la reintegración en el grupo.

La ficción de que los trabajadores y la dirección están en el mismo equipo demostró ser igualmente útil a Subaru-Isuzu en sus tratos con el mundo exterior. Subaru-Isuzu utiliza esta ficción de comunidad para ayudar a justificar su feroz resistencia a los sindicatos; además, la ficción de la comunidad ayuda a justificar la existencia de una empresa japonesa que en Estados Unidos saca beneficios que luego envía a casa. Esta compañía representa un caso extremo en el panorama de las empresas japonesas que tienden a llevar el trabajo en equipo hasta su límite. Sin embargo, destaca una utilización más generalizada del trabajo en equipo en las instituciones flexibles. «Lo que estas medidas tienen en común», creen las economistas Eileen Appelbaum y Rosemary Batt, «es que no cambian la naturaleza fundamental del sistema de producción ni amenazan la organización básica de la estructura de poder de las empresas.»

Más importante en este aspecto es el hecho de que los directores se siguen aferrando a la panacea de hacer el trabajo de turno todos juntos, todo en el mismo equipo, con la intención de resistir el desafío interior. Cuando en Reengineering the Corporation Michael Hammer y James Champy instan a que los jefes «dejen de actuar como supervisores y se comporten más como entrenadores», lo hacen por el bien del jefe más que por el bien del empleado.

Para expresarlo de una manera más seria, el poder está presente en las escenas su-perficiales del trabajo en equipo, pero la autoridad está ausente. Una figura de autoridad es alguien que asume la responsabilidad por el poder que ejerce. En una jerarquía laboral a la antigua, podía hacerlo declarando abiertamente: «Yo tengo el poder, yo sé qué es lo mejor, obedézcame.» Las técnicas modernas de dirección de empresas intentan escapar del aspecto «autoritario» de tales declaraciones, pero en el proceso se las arreglan tam-bién para no asumir la responsabilidad de sus actos. «La gente necesita reconocer que todos somos trabajadores contingentes de una forma u otra», manifestó un directivo de ATT en un reciente aluvión de reducciones de plantilla. «Todos somos víctimas del lugar y el tiempo.» Si el «cambio» es el agente responsable, si todos son «víctimas», entonces la autoridad se desvanece, pues nadie puede ser considerado responsable; con toda seguridad, no este gerente que despide a la gente. En cambio, es la presión de los colegas la que ha de hacer el trabajo del jefe.

El repudio de la autoridad y la responsabilidad en la superficialidad misma del trabajo flexible en equipo estructura la vida laboral cotidiana tanto en los momentos de crisis como en una huelga o una reducción de plantilla. El sociólogo Harley Shaiken ha hecho un excelente trabajo de campo sobre este repudio cotidiano de la autoridad por aquellos que tienen poder, y vale la pena citar in extenso lo que un trabajador manual en un «equipo mixto» de empleados administrativos y obreros le dijo a Shaiken sobre cómo hoy se evita asumir la autoridad:

En realidad, lo que está ocurriendo es que no haces funcionar la máquina solo, hay tres o cuatro personas a los mandos; el técnico, el programador, el tipo que hizo el equipo, el operador . ... Otra cosa que ocurre es que es demasiado difícil comunicarse con las otras personas implicadas en el proceso. No quieren saber nada. Todos tienen la formación, los títulos. No quieren que les hables de nada que haya salido mal. Todo tiene que ser culpa tuya. Ellos seguramente no admitirán que han cometido un error... Cuando encuentro una manera de improvisar alguna operación, si puedo hacerlo sin que nadie me vea, no se lo digo a nadie. Sobre todo porque nadie nunca me lo preguntará.

El sociólogo sueco Malin Akerström concluye de tales experiencias que la neutralidad es una forma de traición. La ausencia de seres humanos reales que digan: «Te diré lo que tienes que hacer», o como fórmula extrema: «Te haré sufrir», es más que un acto defensivo dentro de la empresa; esta falta de autoridad libera a los que están al mando para que adapten, cambien, reorganicen sin tener que justificarse ni justificar sus actos. En otras palabras, permite la libertad del momento, una atención concentrada sólo en el presente. El cambio es el agente responsable; el cambio no es una persona.

Además, el poder sin autoridad permite a los líderes de un equipo dominar a los em-pleados negando la legitimidad de las necesidades y deseos de éstos. En la fábrica de Subaru-Isuzu, donde los directivos recurrieron al discurso deportivo para llamarse a sí mismos entrenadores, Laurie Graham descubrió que era difícil, si no fatal, para un trabajador hablar de los problemas directamente a un jefe-entrenador en términos que no fueran la cooperación de equipo; la conversación directa sobre demandas de aumento de salario o menor presión para fomentar la productividad se veía como falta de disposición a cooperar del empleado. El buen jugador de equipo no se queja. Las ficciones del trabajo en equipo, a causa de su misma superficialidad de contenido y atención puesta en el momento inmediato y su manera de evitar la oposición y la confrontación, son útiles en el ejercicio de la dominación. Compromisos compartidos más profundos y sentimientos como la lealtad y la confianza requerirían más tiempo, y por esa misma razón no serían tan manipulables. El director que declara que todos somos víctimas del tiempo y del es-pacio es tal vez la figura más astuta que aparece en las páginas de este libro. Ha domi-nado el arte de ejercer el poder sin tener que presentarse como responsable; ha trascen-dido esa responsabilidad por sí mismo, poniendo los males del trabajo otra vez sobre los hombros de sus víctimas, que -vaya casualidad- trabajan para él.

Este juego del poder sin autoridad hace surgir un nuevo tipo caracterológico. En lugar del hombre llevado por las exigencias, aparece el hombre irónico. Richard Rorty dice que la ironía es un estado mental en el que la gente «nunca es totalmente capaz de tomarse a sí misma en serio porque siempre es consciente de que los términos en que se describe están sujetos al cambio, siempre es consciente de la contingencia y la fragilidad de su vocabulario final, y, por lo tanto, de sí misma». Una visión irónica de uno mismo es la consecuencia lógica de vivir en un tiempo flexible, sin criterios de autoridad o responsabilidad. Sin embargo, Rorty entiende que no hay sociedad que pueda cohesionarse por la ironía; en cuanto a la educación, afirma que «no puedo imaginar una cultura que socializara a su juventud de una manera que las hiciera dudar continuamente de su propio proceso de socialización». La ironía tampoco estimula a la gente a desafiar al poder; Rorty afirma que esta percepción del yo no nos «hará más capaces de dominar las fuerzas lanzadas contra nosotros». El carácter irónico del tipo descrito por Rorty se vuelve autodestructivo en el mundo moderno; uno pasa de creer que nada es fijo a «no soy totalmente real, mis necesidades no tienen sustancia». No hay nadie, ninguna autoridad que reconozca su valor.

La ética del trabajo en equipo, con sus ironías internas, nos aleja mucho del universo del adusto y heroico campesino de Virgilio. Y las relaciones de poder contenidas en el trabajo en equipo, el poder ejercido sin llamadas a la autoridad, está muy lejos de la ética de la responsabilidad personal que caracterizaba a la antigua ética del trabajo con su mortalmente serio ascetismo en el mundo. La clásica ética del trabajo de la gratificación postergada y el probarse a uno mismo por medio del trabajo duro difícilmente puede apelar a nuestra simpatía, pero el trabajo en equipo no debería tener un derecho mayor, con sus ficciones y su fingida idea de comunidad.

Ni la antigua ni la nueva ética del trabajo proporcionan una respuesta satisfactoria a la pregunta de Pico della Mirandola:

«¿Cómo debo modelar mi vida?» La pregunta del filósofo italiano desencadena todas las cuestiones que hemos expuesto sobre el tiempo y el carácter en el nuevo capitalismo.

La cultura del nuevo orden trastorna profundamente la autoorganización. Puede separar la experiencia flexible de una ética personal estática, como le ocurría a Rico. Puede separar el trabajo sencillo y superficial de la comprensión y el compromiso, como les ocurría a los panaderos de Boston. Puede hacer del riesgo constante un ejercicio de la depresión, como le ocurrió a Rose. El cambio múltiple e irreversible, la actividad fragmen-tada, pueden ser cómodos para los nuevos amos del régimen, como la corte de Davos, pero pueden desorientar a los sirvientes del régimen. Y el nuevo ethos cooperativo del trabajo en equipo pone en el lugar de amos a los «facilitadores» y «gestores de proce-sos» que soslayan el sincero compromiso con sus subordinados.

Al pintar este cuadro soy muy consciente de que, pese a todas las reservas, corre el peligro de parecer un contraste entre un antes, que era mejor, y un ahora peor. Ninguno de nosotros podría desear volver a la seguridad de la generación de Enrico o de los panaderos griegos, cuya perspectiva era claustrofóbica; sus condiciones de autoorganización eran rígidas. En una visión a largo plazo, si bien el logro de la seguridad personal ha servido a una necesidad profunda, práctica y psicológica del capitalismo moderno, ese logro se ha cobrado un precio muy alto. Una política insensible a la antigüedad y los derechos temporales gobernaba a los trabajadores sindicados de Willow Run; continuar hoy ese modo de pensar sería una receta para la autodestrucción en los mercados y las redes flexibles de la actualidad. El problema al que nos enfrentamos es cómo organizar nuestra vida personal ahora, en un capitalismo que dispone de nosotros y nos deja a la deriva.

El dilema de cómo organizar una narrativa vital se aclara en parte sondeando cómo, en el capitalismo de hoy, la gente se enfrenta al futuro.

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